
El cuerpo humano ha sido siempre objeto de atención artística. Treinta mil años antes de Cristo aparece la Mujer de Willendorf. Esa pequeña pero poderosa imagen nos da la clave de cómo la figura humana puede ser sometida a las más radicales deformaciones en pos de una representación que contenga (para beneficio de nuestra cultura) ciertos elementos estéticos.
Subrayemos esta última frase porque el llamado hombre primitivo no se preocupó en hacer arte sino en crear instrumentos que poseyeran un alto grado de poder mágico. Los griegos de la época clásica, en cambio, resaltaron la belleza armónica del cuerpo como una forma de idealización del mismo, estableciendo las bases de un concepto de la belleza que más tarde el Renacimiento adoptaría.
El arte moderno, por su parte, retomó la línea del primitivismo para crear sus propias imágenes, imágenes desprovistas de toda alusión a la Belleza con mayúscula que los griegos idolatraron. Los cubistas, por ejemplo, la deconstruyeron en planos geométricos siguiendo la revolución picassiana iniciada con su famoso Demoiselles D'Avignon inspirado a su vez en las máscaras africanas. Pero fueron los pintores expresionistas los que sometieron a la figura humana a las más despiadadas alteraciones intentando reflejar en las mismas las profundidades insondables de la psiquis humana.
El catálogo de estas representaciones podría ser el recuento de las pesadillas que azotaron a dichos pintores desde Egon Schiele hasta Bacon, pasando por Beckman o Soutine y así hasta llegar a tantos pintores que hoy en día continúan navegando por esas aguas turbulentas.
Yovani Bauta, un joven pintor cubano radicado en Miami, es uno de los que se decidieron a continuar explorando las posibilidades que el cuerpo humano ofrece para expresar o mejor dicho, para sacar hacia afuera una mirada interior. Pero he aquí que nos topamos con una primera dificultad. El tema de la exposición que actualmente está presentando en la Baxter Gallery se titula Paredes a pesar de que la figura humana ocupa un lugar prominente en todas las obras presentadas. ¿Por qué esas paredes? ¿Podría ser que la pared le sirviera como la última dimensión donde el artista reprodujera sus visiones? En este caso la pared le serviría como un muro de contención para evitar que sus cuerpos no se escapen y acentúen su presencia.
Las paredes de las ciudades se han convertido, a nivel mundial, como un medio para poner de relieve toda una subcultura del grafismo.
El caso de Michel Basquiat se convirtió en paradigmático: todo lo que hizo el pintor fue trasladar sus paredes pintadas al lienzo para ser llevado a la fama gracias, en gran medida, a las manipulaciones de una poderosa dealer de arte neoyorquina. Pero el caso de Yovani es otro. La pared no es un espacio para dejar correr un grafismo, por lo demás estereotipado, que convertiría sus torsos y figuras en meras marionetas. Por el contrario, en la corpulenta presencia de los mismos, el tratamiento del color y el uso de diversas pigmentaciones lo sitúan dentro de otro proceso. Ese proceso que podríamos iniciar, a título de ensayo, en la pintura de Soutine y más allá en Goya o en Rembrandt, organiza una violencia en los trazos, los volúmenes y el color que rehúyen cualquier interpretación que vea en sus paredes una simple tentación para dejar correr la brocha y los colores.
Me parece que las paredes en su caso le sirven como un objeto de reflexión para imponer sobre las mismas un dramático despliegue de formas cuyo lenguaje propone otro tipo de interpretación. Coincido con las palabras que Jaime Cabrera González le dedicara al pintor como introducción al catálogo de su exposición Elegía realizada en el 2001. ``Esta es una pintura de gran solidez y fuerza expresiva, en donde no tiene cabida lo accesorio. Vehemente. Que parte del gesto impulsivo, del automatismo en el trazo, en procura de comunicar efectos, atmósferas y contradicciones''.
Sin duda que la obra de Yovani Bauta requiere por parte del espectador un proceso de asimilación distinto a la que ofrecen, por ejemplo, obras inspiradas en el pop o en el arte conceptual. El mensaje directo de las mismas no deja lugar a las elucubraciones que nos llevaría la obra de un Marcel Duchamp.
Por el contrario, al tomarnos por el cuello, no nos suelta hasta que su contenido interior pase hacia el nuestro. Sus gestos y desnudeces no forman parte de un juego: constituyen las entregas de un sombrío movimiento recóndito de su mirada que va buscando a través de los meandros que recorre una salida hacia el exterior. Una vez fuera queda plasmada en una pared en forma de cuerpo magullado, de miembros retorcidos, en suma de una imagen poderosa y difícil de olvidar.
En eso consiste en mi opinión, y para continuar con un lenguaje corporal, lo que podríamos llamar la musculatura de su obra.